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Soñé que estaba en la casa del bosque con dos amigos con los que solía vivir (una amiga y un amigo). Ellos salían de la casa y se paraban detrás de mí. Hacia el bosque, atrás de la casa, estaba muy oscuro y se comenzaban a escuchar gruñidos y movimiento de las plantas. Yo sentía terror y sabía que algo horrible iba a salir de ahí, entonces aparecían dos perros babeantes y con cara de locos (cada ojo de cada perro miraba hacia lugares diferentes), eran aterradores por lo grotesco, sabía que esos perros nos iban a atacar y a destrozar a mordidas (los perros eran negros o gris muy oscuro, parecían mastines), entonces empujaba a mis dos amigos adentro de la casa y cerraba la puerta. Yo me quedaba afuera y corría para que los perros me persiguieran a mí y no les hicieran nada a ellos. Escuchaba entonces que el cable al que suelen conectar la cadena del perro que cuida (Wudi), empezaba a escucharse porque el perro se acercaba, me daba terror entonces que los dos perros monstruosos que me perseguían atacaran a Wudi y lo mataran. Estaba apanicada escuchando cómo se iba aproximando el sonido de la cadena de Wudi. Entonces, de pronto, en lugar de Wudi aparecía algo escalofriante. Era un perro rojizo de patas muy cortas, pero con la cabeza de un señor. Sentía una lástima infinita por esa criatura y pensaba que mis tías habían castigado a un trabajador poniéndole cuerpo de perro. Era patético. Sentía ira por lo que habían hecho mis tías y pensaba que se lo hacían a todos los trabajadores que eran "flojos".
Después estaba frente a la estatua de San Francisco de Asis, haciendo una ofrenda. Había gente con cámaras registrando todo (como periodistas) y unos niños a los que tenía que enseñarles cómo hacer la ofrenda. A lo lejos, mis tías me observaban desde una mesa verde de jardín y una de ellas me miraba con profundo desapruebo y decepción, como si el ritual que yo estuviera haciendo fuera una farsa. Charlatana.
El ritual consistía en prender tres cerillos, uno detrás de otro, y enterrarlos, prendidos, en la tierra; pero cada vez que prendía un cerillo, el aire lo apagaba antes de poder enterrarlo, hasta que decidía enterrar el cerillo sin prenderlo y al clavarlo en la tierra, mágicamente se encendía solo. Mientras veía eso con sorpresa levantaba la vista y, detrás de la estatua de San Francisco, entre las plantas y las flores, había dos tumbas enormes de piedra brillante y pulida. Eran dos tumbas negras, muy brillantes con muchos adornos, como tumbas de un cementerio de reyes, como de mármol negro. Esas tumbas eran inquietantes y me hacían sentir mucho temor. El temor que se siente como cuando entras a algunas cuevas.

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