De niño siempre aseguré que no tendría hijos, como todos los niños.
Mi negativa se sustentaba, en primer lugar, en la convicción de que necesitaría mi independencia para la realización de mis sueños. Esto es, en efecto, un pensamiento profundamente vanidoso. Y la vanidad es, en efecto, un lujo: precisamente el tipo de lujo que se pierde junto con la independencia de la que nos cercenan los hijos. Pero más importante que eso, mi negativa hallaba consistencia en la idea de que los niños son desagradables por naturaleza: preguntan demasiado y son frágiles, lloran por todo, mienten cada que pueden y son crueles, se chupan los dedos todo el tiempo y después recogen cosas del suelo que se les pegan a esos mismos dedos que se han chupado; son aprensivos, ven peligro y desgracia en todos lados, son absolutamente menesterosos, y sólo representan una realización para los caracteres débiles que no pueden realizarse solos, y necesitan de una versión mejorada de sí mismos, como sucede con los entrenadores deportivos y con los escritores.
Al crecer, mi renuencia se fue trasladando de una respetable declaración infantil de principios, a una especie de rabieta adolescente en la que se escondían la misantropía y la irresponsabilidad constitutiva. Mi convicción se mantuvo inamovible incluso al llegar a los veinte, esa edad donde la gente empieza a aceptar que la vida es cruel, que sólo hay un desenlace posible de nuestras aspiraciones y es la desgracia, y empieza, por lo tanto, a responder a la pregunta sobre los hijos con un dubitativo “tal vez”, o con un ingenuo “no ahora, pero en diez años, cuando tenga estabilidad”, ignorando que los hijos no son planes concertados en momentos propicios, sino accidentes que se aceptan con resignación y se padecen.
Alguna vez lo consideré, como derrotero no probable pero sí posible, con alguna de mis novias. Fue una consideración sin intenciones reales, parte de uno de esos ejercicios hipotéticos que se llevan a cabo entre las parejas venidas a menos, y que fungen como una suerte de pagaré al futuro crecientemente incierto que se tienen los que se aman cada vez menos y se odian más: agradecí nunca haber elaborado demasiado en esa fantasía, para no tener que lamentarme de algo que ya tuviera consistencia, pero sobre todo, para poder calificarlo de demencial y ridículo, con el orgullo herido de los que dejan.
Una vez que me dejó, y con ello confirmé que mis sueños pertenecían ya sólo a ese mundo posible con el que uno se masturba en sus horas libres, cambiaron las razones, pero no la aseveración original. No era, como sería natural pensar, que rehuía de la descendencia por razones económicas, ni por la constatación empírica de que la vida es, efectivamente, la porquería que nos han contado que es desde que nacimos, y que traer un niño al mundo a que sufra lo que sufrimos nosotros es un acto de egoísmo próximo a la crueldad.
La razón principal, que provenía de algo más profundo y menos elaborado, se confirmó a medida que envejecieron mis padres; fue la constatación de una de esas verdades estúpidas que sin embargo se ignoran hasta que comienzan a apestar: que somos frágiles, que el cuerpo es algo vulnerable y en constante riesgo, y que la vida no es, no puede ser más que una especie de error o de falla destinada a clausurarse a sí misma.
Es natural sentir lástima por los padres. De algún modo, estamos acostumbrados a verlos desvalidos desde siempre, de niños cuando los vemos llorar en secreto o explotar de furia injustificada con la impresión de quien ve sangrar a un dios o eructar a un Papa, y después, cuando descubrimos un poco más grandes que son humanos, igual que nosotros, que también pueden ser patéticos, vulgares, idiotas o arbitrarios.
Esta disposición innata a aceptar el desvalimiento de los padres, cuestión que además se afianza con el tiempo, se toma como natural porque tiene desde su inicio su inexorable culminación, y viene retroactivamente determinada por ese desvalimiento absoluto que sabemos que un día tendremos que afrontar: sabemos que llegará el momento de verlos enfermar, de que se tornen frágiles y dependientes, y que tendremos que cuidarlos como los niños que fuimos cuando ellos nos cuidaron a nosotros. Sabemos, en fin, que eventualmente tendremos que sepultarlos, que tiraremos un puño de tierra sobre sus féretros y los convertiremos en héroes anónimos para todos excepto para nosotros.
La lástima que se tiene por los padres, a pesar de todo, es distinta a la lástima que se tiene por los hijos. Esto, primero, porque en nuestra sociedad los viejos merecen respeto. Hay que venerarlos y escucharlos con esa forma específica de la sumisión que es la deferencia incondicional, una idea estúpida donde las haya, sin duda, o una idea, por lo menos, que solía tener sentido hace ya algunos cientos de años, en otro tiempo, cuando los viejos eran hombres de cincuenta años, todavía lúcidos y en cierto sentido decididos, ennoblecidos por la experiencia y respaldados por sus hazañas actuales o pasadas. Ese tiempo donde los viejos no eran, ciertamente, tan viejos como lo son hoy, sino hombres aún aptos para ejercer fuerza y llevar a efecto sus afanes, contundentes, capaces de solemnidad e incluso de fascinación, brutales muchas veces, pero siempre seguros y competentes. Hoy los viejos, demasiado viejos en efecto, no pueden ya merecer respeto, no podemos venerarlos y escucharlos con humildad y consideración, simplemente porque la vejez exacerbada no confiere dignidad, no es suntuosa ni grave, ni magnífica ni fascinante, al contrario, embrutece de manera definitiva y cruel, y nos vuelve idiotas, despreciables, menesterosos e inmediatos.
Pero más aún que eso, la lástima por los hijos es distinta porque es imposible no ver en su desvalimiento la impronta del nuestro. Hay siempre un vago sentimiento de responsabilidad, de culpa compartida, cuando vemos fracasar a nuestros hijos, pues muy en el fondo los consideramos copias o extensiones de nosotros, y su presencia en el mundo es, de cierto modo, también la nuestra: al fin y al cabo, no sólo portan nuestros apellidos, sino también nuestros rasgos, nuestra carne. Los hijos son nuestros productos, y al mismo tiempo, a los que pasamos la estafeta, los que cargarán una generación más lo que nosotros hemos recibido de de nuestros propios padres, esa materia informe y vaga que compone la singularidad de cada familia, que se conserva a lo largo de las épocas y que es irrenunciable, ya sea deshonrosa o envidiable. Es esta posición de apéndices consustanciales la que, cuando vemos a nuestros hijos enredados en algún infortunio o vergüenza, duplica el patetismo e incluso lo reconcentra, pues hace patente que el infortunio es hereditario, que está tan afianzado en nosotros que termina por transmitirse como un virus, y que resiste subrepticiamente a nuestra muerte y nos sobrevive.
Los hijos dan tanta lástima que llega a ser insoportable, y es por ello que la conmiseración que se les tiene es casi siempre silenciosa, se calla, y se guarda para uno. Aceptar la lástima que nos da un hijo es aceptar, en última instancia, que va a morir. Que él es también endeble y quebradizo, que puede enfermar y agonizar, que puede sufrir, que está en el mundo, en este mundo lleno de sangre y barro, y que las cosas lo tocan y lo penetran, lo hieren al tacto o se le rehúsan, en fin, que está vivo y que lo que le rodea lo cala en lo más íntimo de sus huesos, de su sangre y de su carne porque así es estar vivo aunque parezca mentira. Aceptar la lástima que nos provocan los hijos es, ante todo, aceptar que en ese pacto irrenunciable al que les hemos obligado está ya inscrito su final, su propia finiquitación, su muerte: esa herencia funesta y subestimada que, finalmente, también pasamos a nuestros hijos.
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