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  • Foto del escritorLa Vicenta

Sin autor Sobre el caso de Carver-Lish



La historia tiene dos partes, y la primera es más o menos conocida en sus rasgos generales: Carver nace en 1938 en Oregón. Carver tiene un padre aserradero y alcohólico. Carver tiene una madre camarera. Carver vive una infancia dura, como solo pueden ser duras la infancias norteamericanas en lugares como Oregón con padres aserraderos alcohólicos y madres camareras. Carver estudia en California con John Gardner. Carver empieza a escribir cuentos para revistas como Esquire y el New Yorker. Carver empieza a beber. Carver se vuelve el mejor cuentista que haya dado jamás Estados Unidos. Esto es importante recordarlo: El-Mejor- Cuentista-que-haya-dado-jamás-Estados-Unidos. Carver publica ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, una recopilación de cuentos cortos que nos hace pensar en la profundidad de los abismos, y en el carácter inevitable del mal, y en la atrocidad de los domingos. Pero sobre todo, que nos hace pensar en la soledad más terrible, que es algo así como la hermana gemela del aburrimiento. Carver se casa y se divorcia y se vuelve a casar. Carver se consagra, pero tímidamente, como un dios no demasiado interesado en los asuntos humanos o un dios drogadicto o un dios misántropo. Carver deja de beber. Carver, previsiblemente, deja de ser el escritor que era. Carver muere de cáncer de pulmón con cincuenta años recién cumplidos.

Hasta aquí, el mito romántico del genio. El escritor solitario en cuya cabeza atormentada, encerrada en sí misma, se fraguó el Estados Unidos de los perdedores, de los alcohólicos y los desempleados, de quienes rumian sus fracasos frente a la televisión y se emborrachan a mediodía. Una literatura despiadada que emana de una vida despiadada. Carver se rodea de botellas vacías mientras escribe con el hígado enfermo, y su mano ebria, que tantea en la oscuridad, intenta asir las imágenes de su infancia desoladora.

Pero entonces llega el fatídico año de 1998. Han pasado diez años después de la muerte de Carver. Y en las páginas de un artículo de The New York Times Magazine, reaparece Gordon Lish, su editor en la revista Esquire. El artículo, escrito por D.T. Max, lo trae de vuelta de las sombras, pues para entonces Lish está retirado, ha donado ya la totalidad de su archivo a la Lilly Library en Indiana, y se dedica, no se sabe pero es fácil suponerlo, a beber margaritas y celebrar o llorar sus glorias pasadas.


Según Max, Lish contaba a sus amigos más cercanos, supongo que con distintos grados de ebriedad o de resentimiento, que había editado los cuentos de Carver a tal punto que la presunta autoría de los mismos se hallaba, por lo menos, comprometida. El propio Lish escribía ficción, de esa manera discreta que tiene la literatura condenada al olvido, lo cual añade a la historia una atmósfera más bien funesta: el escritor de segunda categoría le pelea su gloria al Genio. Con ánimo policíaco, siguiendo la pista de las afirmaciones de, D.T. Max se dirige al archivo de la Lilly Library en Indiana para comprobar de propia mano la veracidad de la información.

Aquí habría que imaginárselo con gabardina y sombrero y bigote falso, entrando a escondidas por las viejas puertas de la Lilly Library, en donde solicita el archivo de Lish con voz impostada a una secretaria distraída. La secretaria le dice que claro que sí y le sonríe encantadoramente, y en una oficina anexa D.T. Max hojea los papeles que tan celosamente Lish había ocultado de la luz pública. ¿Qué encuentra D.T. Max? Algo que hace que se le caiga el bigote falso, y los lentes de pasta dura, y que sude la gabardina y que estruje el sombrero con las dos manos: las versiones originales de los cuentos de Carver con las anotaciones editoriales de Lish, quien, a juzgar por las correcciones, parece más un carnicero que un editor.

El propio D.T. Max menciona algunos ejemplos demoledores: en la recopilación De qué hablamos cuando hablamos de amor, Lish corta la mitad de las palabras originales y escribe casi todos los finales. Algo parecido sucede con A small, good thing, texto al que Lish, después de cortarle un tercio, cambia el título a The bath. Más dramático es el caso de Mr. Coffee y Mr. Fixit, donde Lish cercena el 70 por ciento del texto original.

Las intervenciones de Lish no se limitan a la mera reducción de los textos de Carver, lo

cual resulta obvio, pues la literatura no estriba únicamente en lo que se escribe, sino también en lo que se omite, en lo que falta. Donde en Carver se asomaba vagamente la redención, Lish impone la desgracia. Lo que en Carver era psicológico y apasionado, con Lish se vuelve seco y preciso. Lo que en Carver era introspectivo y descriptivo, bajo el cuchillo de Lish se vuelve evocativo y oblicuo. El Carver original aparece como un sentimentaloide redentor, más bien dado a la verborrea, al que Lish transforma en un Chejov moderno y desalmado. Todo esto hace pensar que los grandes atributos de la narrativa de Carver, es decir, su laconismo a partir de la frase corta y precisa, su economía poética y sin concesiones, la cancelación todo ornamento o exceso, su indiferencia ante la desgracia de sus personajes, todo eso que hace de Carver una especie de monje cruel y despiadado que corta tranquilamente las hojas de un bonsái, es en realidad un efecto de la edición y de la intervención de Lish.


Llegado a este punto, uno puede preguntarse con cierto ánimo inocente dónde radica la verdadera identidad artística de Carver. Y claro que uno se puede responder, no sin cierta nostalgia e idealismo, que Carver no sería Carver sin Lish (aunque la aseveración contraria, presumiblemente, es igual de válida). Claro que uno puede agitar el sudario ensangrentado frente a las narices de los creyentes de la pureza. Y claro que uno puede dedicarse, con ánimo retributivo, a irrumpir en librerías Gandhi con un pasamontañas y armado con un marcador negro, y añadir el nombre de Lish a todos los libros de Carver. Claro que uno puede hacer todo eso, y quizás encuentre en estos gestos algún tipo de satisfacción justiciera. Lo que no encontrará jamás, o mejor dicho, lo que no logrará jamás, es que los libros de Carver, o de Carver-Lish, o de Lish-Carver, se vuelvan de pronto mejores libros por el mero hecho de que se defina de una vez por todas su verdadera autoría.


No quiero decir que todo esto sea un debate estúpido y vanidoso. No quiero decir que los que debaten cuestiones como ésta sean enanos parados en hombros de gigantes. Porque, en cierto sentido, la historia muestra dos grandes verdades que atañen al gremio literario: la primera es que no soportamos que el Genio no sea uno, que la literatura no sea el producto espiritual y secreto y jamás intercambiable de la cabeza genial de un solo hombre. En lo que toca al evento literario, no soportamos la camaradería ni la colaboración y, muy en el fondo, amamos a la obra tanto como amamos al hombre que la escribe. En una palabra, aún somos románticos.


La segunda es que no soportamos que la literatura tenga siempre un elemento técnico. Que tiene que pasar necesariamente por un proceso de edición y de mediación, y que son, casi siempre, muchas las manos y los ojos y las cabezas que intervienen y manosean un libro antes de que este llegue al lector. En ello se esconden los fantasmas del azar y los terrores de la voluntad: nos empuja a admitir que el autor es ciego ante su propia obra, y necesita que otros cuiden aquello que él supo atisbar aún sin darse cuenta. Al final, la figura del autor único es una necesidad emotiva: vemos en ella la representación, aunque sea oblicua, del sinsentido de la experiencia. Y si bien una obra cruel no basta para redimir una vida cruel, sí basta para justificarla: necesitamos que el libro sea un espejo, que consigne la vida, o por lo menos la exorcice. Temblamos al pensar que, bien mirada, la literatura no es espejo de nada más que de sí misma.


Con todo esto quiero decir que debatir las presuntas autorías de un libro, y la presunta pérdida de su originalidad con respecto a su edición, y la presunta desaparición del aura literaria por su intervención técnica, se empieza a parecer, dramáticamente, a reprocharle la mugre bajo la uña a alguien que nos señala el sol. Porque al final, me parece, todo escritor serio sabe que la verdadera escritura es siempre también una edición, propia o ajena, y que a los libros no solo los editan los otros, sino también el tiempo, las traducciones, la suerte o el azar, los cambios políticos, las inclemencias del tiempo y las propias mutaciones del lenguaje.

A los fragmentos de Heráclito los editó, sin piedad, la inclemencia del tiempo, y es precisamente en esta edición involuntaria de la historia donde estriba quizás su mayor virtud. Lo mismo vale para todo el supuesto “milagro griego”. Y en realidad, si uno no quiere engañarse, para la mayor parte de la literatura antes del siglo XV, cuando la imprenta aseguró, aunque sólo aparentemente, una producción en serie de los ejemplares, lo que a su vez aseguró su posible permanencia material. A las obras de Shakespeare las editaron los actores retirados que las actuaron, y que después las dictaron a escribas anónimos, mucho después de enterrado su autor. A Kafka lo editó, en un acto de amor sin precedente, Max Brod. A la poesía de Maiakovski la editó su propio suicidio. A José Agustín, y a Gustavo Sainz, y a José Joaquín Blanco los editó la caída del muro de Berlín. A la literatura de Paz la editó y la sigue editando la literatura de Bolaño, y a la literatura de Bolaño la editó y la seguirá editando la literatura de Paz.

¿Qué sucedería si a la edición de Lish se le hiciera otra edición, y a ésta, a su vez otra, y

así sucesivamente? ¿No es precisamente este el caso de la Odisea que por casi 25 siglos ha sido la piedra angular de la épica occidental? ¿Cambia nuestra lectura si nos enteramos de que se trata de una recopilación de poesía oral, necesariamente editada por las exigencias de su interpretación en vivo? ¿Cambia nuestra lectura si reconocemos que en su elaboración estuvieron implicadas las voces y el ingenio de los cientos de anónimos que la crearon y recrearon, aunque de sus huesos ya no quede nada? Sí, quizás cambie nuestra lectura. Lo que no cambiará en absoluto es su calidad literaria, ni su altura literaria ni su potencia. Lo que no cambiará jamás, por más que uno pueda debatir la presunta autoría de los textos, es que un libro sea bueno o sea malo.

Al final, todo escritor sabe que la literatura es una cosa destinada al barro y al fuego y a las manos de los otros. Todo escritor sabe que el autor es un actor secundario, un momento pequeño e insignificante, y sobre todo evanescente, de la línea infinita de la literatura. Y que

esto, bien mirado, no tiene importancia, porque lo que nos importa importa es el placer de leer. Porque la literatura no se trata, y no se tratará jamás, de los creadores.

Se trata de las criaturas.

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