top of page
Buscar
  • Foto del escritorAnaid Zendejas

Crónica de una muerte no anunciada

Actualizado: 30 abr 2019

Pensé que te tenía que contar cómo moriste porque nunca supe si te diste cuenta.


I


El día de tu muerte comenzó con muchos planes. Muchos planes de vida cotidiana para hacer que lo cotidiano no fuera el cáncer que acompañaba a mi padre. Así, me esperaba un desayuno con Kin, llevar a mi perro a un baño y corte en Petco, visitas a la tintorería, el banco y el súper, para llegar a cerrar el día con varios capítulos de mi pasión adquirida en esa época: series con vampiros como protagonistas.

Mis ilusiones del día no duraron mucho: terminando el desayuno me llamaste.

Tenías esa voz que mi hermano y yo decidimos llamar “de ardilla”, pero que más bien correspondería a la voz que tendría cualquier perro cuando se le descubre haciendo algo muy malo y está profundamente avergonzado. Una voz tan lastimera que anula toda posibilidad de empatía. Una voz llena de todos los errores cometidos. Llena de miedos y temblores. La verdad es que tu voz también sonaba entrecortada y agitada. Pensé que tenías un ataque de ansiedad y no pude decidir si habías estado tomando o si ya contabas con demasiadas benzodiacepinas en la sangre. El mensaje era corto: tus tías me van a llevar al doctor, dicen que no me veo bien.

Desde el momento en el que deslicé mi dedo para recibir la llamada ya me encontraba irritada. El día que apenas empezaba, mis planes de mundo cotidiano estaban a punto de arruinarse, si no es que ya estaban completamente arruinados. Te desprecié profundamente. Sí, a ti, y a mis tías. Las señoras pájaro. Las futuras arpías.

En un estado de negación consciente decidí seguir con mi día para ver si un milagro me permitía continuar con mis nimiedades. Siendo así, llevé al perro a su baño. Quedó horrible, lo convirtieron en una rata rosa, pero no había nada más que hacer por él, así que metí a Pico, oliendo a vainilla, al asiento trasero del coche. Entonces recibí la segunda llamada: tu mami está muy malita hija. Se va a quedar en la Clínica No. 32, en Coapa. Nosotras nos vamos a las 5 así que por favor vente hijita.

No era la primera vez que pensaba que moriría de un aneurisma causado por furia. Tres mujeres que me doblaban o triplicaban la edad habían decidido meterte a una clínica del IMSS cuando tenías seguro de gastos médicos mayores. Tres mujeres que no tenían voz de preocupación, sino de reproche y urgencia de irse, me exigían llegar a relevarlas. Tres mujeres que te conocían 31 años antes que yo habían decidido creer tu miseria impostada. Me enfurecí y fui a resolver la cagada que ya tenían organizada.

Recuerdo llamarle a Juan y a Ana Paula para que recibieran a Pico en su casa y para hacer varias llamadas. Le llamé a Héctor, el papá de Dalia y Beto, quien me ayudó a investigar el número de tu póliza del seguro. Poco después, con los datos anotados en una hoja de papel blanco entré a la Clínica Familiar No. 32.

Las tres tías me recibieron con bendiciones y el desvío de miradas nerviosas hacia sus relojes. La verdad es que nadie quería estar ahí. En medio de muchísima pompa y secrecía, como si pasar a verte a urgencias fuera toda una travesía, entré a verte.

Y ahí estabas, sentada en una silla, la mirada desorbitada de miedo, o nervios. Tu mejor sonrisa. Compartiendo la mascarilla de oxígeno con una mujer que yacía postrada en una camilla. Me horroricé. No por tu estado, sino por el de las cosas que me rodeaban. La sala de urgencias tenía cerca de 30 camillas, todas formadas alrededor del mostrador de las enfermeras. No habían muchas, solo unas 5 para todos los que estaban ahí. Olía a mierda. Literal. Después de estar sentada contigo un rato y ver que estabas consciente y sí, enferma de las vías respiratorias, vimos que la señora de la camilla de tu lado izquierdo pedía que alguien la llevara al baño. Estaba sola. Le dije a una de las enfermeras que yo podía llevarla al baño que estaba a no más de tres metros de ella. Me prohibieron llevar a la “viejita” porque cualquier cosa que le pasara sería mi responsabilidad. Así que con lágrimas en sus ojos la vi cagarse al lado tuyo y entendí por qué olía a mierda todo el lugar. Recordé que oler a cagada implica, forzosamente, la inhalación de partículas de materia fecal y pensé que mi muerte estaba próxima. En dos semanas desarrollaría un cuadro de hepatitis C y luego un cáncer hepático o algo peor. Te veía a ti, compartiendo la mascarilla de oxígeno con la señora de al lado y veía las bacterias que una y otra se intercambiaban. Y yo ahí, en medio. Te dije que no me tardaría en regresar. Fui a buscar a tus hermanas, les dije que se quedaran contigo en lo que yo arreglaba tu traslado. Las tías que pululaban afuera me llenaron de bendiciones: bendita yo que sabía qué hacer en un caso así. Bendito mi padre por haberle seguido pagando un seguro a mi pobre madre. Bendita yo por ser tan fuerte en la adversidad. Y bendito mi aneurisma por no haber estallado ese día en ese lugar.

Hablé con el médico encargado y me dijo que necesitaba pedir una ambulancia con servicio de oxígeno. Ingenua yo por pensar que todas las ambulancias de este mundo contaban con él. Pedí una al seguro, y me dijeron que una ambulancia de traslado de urgencias solamente tomaría 3 horas en llegar por mi madre. Valoré la opción de llevarte yo sola en mi coche y llegar en menos de 30 minutos a Médica Sur, pero también fueron 3 horas lo que me tomó que te dieran de alta, dejando toda la responsabilidad a mi cargo. En esas tres horas de recolectar firmas y sentarme a tu lado a limpiar discretamente la mascarilla de oxígeno con alcohol, y de decirte que ya pronto te iba a sacar de ahí, quisiste ir al baño.

Fui por una silla de ruedas, te senté en ella y fuimos a buscarte un baño. Te arrastré por pasillos en donde los olores y los panoramas eran cada vez peores. Pensé que encontraríamos un baño que sería peor que the worst toilet of England de Trainspotting. Y me sorprendí de que estuviera tan limpio y perfumado que dieran náuseas sólo por estar ahí.

Encerradas las dos en el baño te ayudé a sentarte en la taza, a bajarte los pantalones y los calzones. Pesabas mucho más de lo que aparentabas. Eras peso muerto o el peso de todos los años de un orgullo insalubre. Acabaste de mear y llegó el momento que ambas temíamos: necesitabas ayuda para limpiarte. Hice mi mejor cara, bromas para aligerar la situación, todo mientras me acercaba a ayudarte con un papel de baño enrollado en la mano, no tenía idea de cómo hacerlo y todo el tiempo tuve presente los años de insanidad mental que esta acción me iba a costar.

Ese día me regalaste dos cosas: tu partida y el que te limpiaras tú sola. No sé de dónde sacaste el aplomo porque lo que pasaba ahí, en ese baño, no era poca cosa. Eras tú reconociendo que yo no quería estar ahí. Sé que el resto de mi vida te voy a agradecer ese gesto.

Poco después de la escena del baño, llegó la ambulancia, para mi decepción, realmente parecía una ambulancia cualquiera. Metí a una de tus hermanas ahí y recogí mi coche para alcanzarte en el hospital.

Llegué a urgencias, con la hoja blanca donde estaba tu número de póliza, te di de alta en lo que te metían a la sala. Después entré a verte. Estabas ahí, en un cubículo, con tres enfermeras poniéndote una venoclisis y un doctor. Había que subir tus niveles de oxígeno y tu presión. Era una neumonía. Un día en terapia intermedia con antibióticos y probablemente dos días más en piso, y después estarías fuera, como nueva.

Perfecto. Dos días puedo sobrevivir aquí. Ya he pasado un mes. Dos días no son nada. Todo va a estar bien. Tus hermanas, llenas de más bendiciones por lo maravilloso que era verte rodeada de enfermeras, se despidieron de ti y prometieron verte al día siguiente. Se despidieron de mí, me dieron más bendiciones por solucionar todo y partieron felices, creo. A esas horas no les tocaría mucho tráfico de regreso a sus casas.

Mientras tanto, le llamé a Emiliano, le dije que me trajera una maleta con un cambio de ropa y pijama porque iba a pasar la noche contigo, cuando te subieran a piso. Llegó poco después. De hecho, llegó justo cuando el médico de urgencias me dijo que necesitaba dejarte a solas porque no te podían subir la presión tan rápido como deseaban y era necesario que te pusieran una venoclisis clavicular. Feliz porque eran 20 minutos para irme a fumar, te dije que te veía en poco tiempo y mientras me despedía de ti, por un segundo pensé que tal vez sí te ibas a morir, que las cosas no se veían tan bien como me decían los doctores, pero racionalizando las cosas también era cierto que nadie con un buen nivel de oxigenación se moría por un procedimiento tan nimio como poner una venoclisis clavicular, una cosa tan simple que no requería entrada al quirófano.

Alcancé a Emiliano en la zona de fumadores. Me fumé unos cinco cigarros como mínimo. Y tú, tú te moriste mientras él y yo hablábamos de Kant. Mientras yo decía que la vida de Kant hubiera sido otra de haber conocido el rivotril.

Regresé a la sala de urgencias porque pensaba que mi ausencia ya estaba cayendo en el descaro. Nada más llegar, la señorita Anita, encargada de servicios a pacientes, me regañó por no haberle dado correctamente mi número de celular. Me recriminó que estuvo marcándome varias veces sin éxito alguno. Le pregunté qué pasaba. Me miró con desprecio, o así lo sentí, y me metió a un cuarto, el mismo cuarto en donde revisaron el dedo fracturado de mi hermano meses atrás. Me senté a esperar. Llegó una residente como cuatro años menor que yo a decirme que habías muerto. Que lo sentía mucho. Dije: sí. Está bien. Pero nadie se muere por que le pongan una venoclisis clavicular. No era un reclamo. Solo era lo que pensaba. Hubo un conato de abrazo, pero mi falta de llanto arruinó el momento para el que seguramente la habían entrenado. Salió avergonzada y trajeron al médico encargado para que me llevara a ver tu cuerpo.

Y ahí estabas. Desnuda de la cintura para arriba: las marcas del desfibrilador en los costados, los senos caídos, sangre en la clavícula y los ojos abiertos. Te miré y no había nada en tus ojos. Algo le pasa a los ojos cuando la gente se muere. Por eso hay que cerrarlos, y eso hice. Creo que el médico de urgencias me dijo cosas todo ese tiempo, pero no las recuerdo muy bien, tenían que ver con cómo moriste. Un paro respiratorio y los veinte minutos reglamentarios de reanimación antes de pronunciar tu muerte. No sé cómo ni cuándo terminaron de hablar conmigo ni en qué terminó la conversación, creo que les dije que estaba bien, que estaba bien que estuvieras muerta y que estaba bien que te hubieran intentado salvar. Todo esto lo recuerdo cinematográficamente. Las luces de la sala de urgencias, los sonidos, lo lento que fue mi traslado desde tu cuerpo para volver al cuarto en donde me dijeron por primera vez que estabas muerta.

Durante ese trayecto de menos de 25 metros me sentí más presente de lo que me podía imaginar. Veía y escuchaba todo. Y no sé por qué tenía una sensación de tranquilidad plena. Como cuando sales del mar.

Lo que sigue no lo recuerdo con tanta claridad. Te tomó poco tiempo morir, pero te tardaste mucho en irte. Y pasaron muchas cosas en medio.


II


Lo primero que recuerdo fue estar en el cuarto del primer anuncio mortuorio, los médicos o la señora Anita, alguno de ellos, me preguntó si quería que hicieran pasar a mi acompañante. Mi falta de llanto exacerbado ante la pérdida de una madre me hacía pensar que no estaba reaccionando a la altura de la situación. Todos los médicos con los abrazos preprogramados y rostros inquisitivos me lo confirmaban. Seguramente querían saber qué tranquilizante me había tomado. Seguramente, el hecho de que mi acompañante se viera diez años menor que yo les confirmaba que debía de ser una persona profundamente perturbada. Pero no me podía detener a pensar en eso, realmente mi mente estaba concentrada en una pregunta: ¿qué mierda hay que hacer cuando a uno se le muere la madre? La pregunta ocupaba toda mi mente, porque todo lo demás estaba en blanco.

Hicieron pasar a Emiliano para que yo le dijera algo así como “mi mamá se murió”. Recuerdo una mirada de pánico, un qué y un cómo dichos con ojos desorbitados, me recuerdo diciendo “está bien, bebé, lo logró” y un “ten cuidado con lo que deseas” no verbalizado.

Después vino la sed y una urgencia por fumar no uno sino como cuatro cigarros al hilo. No tenía más que necesidades. Seguía sin saber qué hacer. Qué se hace con un cuerpo, quién lo lleva a algún lugar para que lo entierren o lo cremen o lo vean y lo velen. Fue Emiliano quien me dijo que había que decirle a la gente. Había que tomar el teléfono y llamar a todos. Me preguntó a quién quería avisarle y dije que a mis amigas y a Juan y a Daniel. Yo le hablaría a la familia.

Mi primera llamada fue para Raúl, tu hijo. Me contestó y tuvimos una conversación corta. Me aterraba llamarlo porque estaba lejos, en Guerrero Negro y no podría hacer nada. Me dijo que entendía y que estaba bien. Fue todo mucho más calmado de lo que pensaba. Le hice prometer que no haría una estupidez como pedirle un aventón a algún narcotraficante en medio de la península de Baja California. Le dije que ya estabas muerta y que no había mucho más que hacer más que no morir mientras venía a verte.

La segunda llamada fue para mi padre. No me contestó jamás. Le llamé a Mónica, sí, la nueva esposa que tú odias. También fue una conversación higiénica. Le expliqué rápidamente lo que había pasado y le dije en dónde estaba y que estaba bien. La tercera llamada fue para Laura. La conversación fue más o menos así:

- Mi mamá se murió.

- No seas pendeja.

- No soy pendeja, se acaba de morir.

- No chingues, con eso no se juega hija.

- No estoy jugando, mi mamá se acaba de morir. Mi mamá está muerta.

-Pero cómo, si yo la dejé viva.

- Pues así, como se mueren las personas.

Y la conversación habría tenido un tono cómico si después de mi última frase no hubieran llegado los gritos de dolor y el llanto. Después escuché la voz de mi tío Juan, le corroboré la información y le pedí que le avisaran al resto de tus hermanos. Me dijeron que así lo harían y que me veían en el hospital. Que los esperara ahí, como si de hecho pudiera irme a cualquier otro lado.

Después de las llamadas la necesidad de cigarros se hizo más urgente. Necesitaba salir de la sala de urgencias y fumar y fumar sin que nadie me molestara. Pero la tarea se vería interrumpida por la señorita Anita que estaba determinada a no dejarme en paz un solo momento. Al parecer, desde el primer minuto en el que se muere alguien hay que firmar documentos. Tenía ganas de decirle a la señorita Anita que le firmaría hasta un pagaré por mi vida si me dejaba salir a fumar 4 cigarros y tomarme un té chai o una coca cola. Pero no lo hice. Me porté medianamente bien y firmé la primera tanda de papeles. Uno era tu certificado de muerte, los demás eran para liberar tu cuerpo de la sala de urgencias. Entonces me di cuenta de que tenías que permanecer ahí, porque venían tus hermanas y sobrinos a verte. Le pregunté a la Señorita Anita si podrían dejarte en algún lugar que no fuera el depósito de muertos, le dije que ya venían todos en camino, que sólo sería un rato. Pero era una mujer determinada, una mujer apegada a las reglas y no parecía tener la intención de ceder. Tuve que decirle que no podía dejar que tus hermanas te vieran así, en una bolsa negra, en medio de otros muertos en un sótano. Le dije que nadie jamás podría entender eso. Todo era ridículo; ahí estaba yo, diciéndoles que te dejaran en un cuartito que no estuviera en uso, en una camilla, ni siquiera una cama. Y ella, confiada en que me dirían que no, me dijo que, si conseguía permiso del jefe de urgencias, lo harían. El jefe de urgencias, al que intuyo lleno de una mezcla de asombro y culpa posterior a la mala praxis, (porque, después de todo, ¿quién se muere durante la inserción de una venoclisis clavicular?) me dijo que sí. El sí más fácil de la noche. Y así, llegaste a uno de los cuartos más escondidos de la sala de emergencias de Médica Sur. Estabas en una bolsa negra y llena de tapones en todos los orificios. Me aseguré de que te pusieran en ese cuarto y por fin pude salir a fumar mis tan ansiados cuatro cigarros.

III

El resto de la noche la pasé firmando documentos y fumando en el área de fumadores. Apenas salí comencé a recibir llamadas. El celular es imprescindible cuando muere alguien. Primero le mandé un mensaje a Mariana, era la madrugada, y me respondió algo así: Ay Ani, lo siento mucho. Admito que me sorprendió la vaguedad de su respuesta, pero después pensé: pues sí, qué más hay que hacer o decir. Lo siguiente fue hablar con Marel, estaba en Cuernavaca. Creo que yo sonaba demasiado tranquila para lo que acababa de acontecer, tanto, que Marel se vio forzada a preguntarme si de verdad estabas muerta, le dije que sí y nos reímos. No sé si pensó que estaba loca o en estado de shock en medio del estacionamiento de Médica Sur. Me dijo que iba en camino y me sentí agradecida. La verdad, fuera de mantener tu cuerpo en un cuarto segregado en Emergencias, no sabía qué seguía. Además de firmar papeles en donde declaras estar de acuerdo con que la persona muerta está realmente muerta, alguien debería proporcionarte una guía de pasos a seguir.

Llegaron a salvarme, literalmente, Marel, Mariana, Daniel, Diego (en medio de una terrible colitis), y todos los Reyes Campos. El papá de Beto y Dalia me ayudó con todas las cosas del seguro, que eran aproximadamente cuarenta y cinco indicaciones sobre dónde firmar, y sobre todo, dejar de lidiar con la señorita Anita. Después llegaron tus hermanas, sus esposos y mis primos. Los llevé al cuarto en donde estabas. Mi papá también llegó. Y lo vi jodido y frágil, con un abrigo, bufanda y guantes, porque si pesas 54 kilos y te llenas de cáncer pierdes toda capacidad de termorregular. La verdad es que lo vi, así, reclinado sobre tu frente para darte un beso y pensé que no mucho después él estaría igual, en una bolsa negra con gasas en la nariz. Y así fue.

Todos te llenaron de besos y caricias. Te llamaron Lú, mi Lú, y no estuvo mal. Todo fue menos dramático de lo que pensaba. Tal vez para todos tu despedida ya había sido demasiado larga. Llevabas más de diez años intentando irte. Hasta la fecha creo que viste la oportunidad y la tomaste. Y está bien, sé que no te gustaba estar viva. Sé que el dolor era demasiado y que nunca se iba. Pero tu muerte resultó en la contradicción de tu paradójica vida, porque naciste para vivir muriendo. Y porque hasta ese día habías sido la mala hierba que nunca moría.

Así llegó la hora del interrogatorio. Tus hermanas no estaban satisfechas con tu muerte. Y es que te moriste así, de la nada, cuando todos te augurábamos una agonía terrible y una muerte larga. Decir que te habían hecho una incisión en el hombro y que habías entrado en un paro cardiopulmonar carecía de sentido. Cómo va a ser. A qué hora se murió. Quién estaba con ella cuando murió. Cómo que estabas fumando. Cómo que tu hermano no está en la ciudad. Por qué no toma un helicóptero. Qué es Guerrero Negro. Cómo que no hay aeropuertos en Guerrero Negro. Cómo se ve que no les importa. Desgraciados, malagradecidos y malditos. Recuerdo un pitido en los oídos, la sangre apelmazada en mi rostro y presión en la cabeza. Un estado de furia absoluta. Unas ganas absurdas de destazarlos con palabras o algo peor, porque no estaba segura de que tuvieran la capacidad de entender lo horribles que eran. Quería recitarles la interminable lista de decisiones imbéciles que habían tomado a lo largo de sus vidas, la saga infinita de narrativas auto indulgentes y victimizadas, carentes de auto crítica, que los habían llevado a sentir el dolor que tenían que sentir, para estar diciéndome semejantes estupideces con semejante soltura en este día. Pero no pasó, porque entre bromas falsas y excusas inventadas Dalia y Marel se las arreglaron para llevarme lejos de tus hermanas.

Afuera todo estaba bien. Para empezar no me faltaban cigarros, ni coca colas, ni litros de agua Ciel en botellas de 500 ml, ni tés chai helados. Por varias horas tuve una escolta de amigos que se aseguraba de que no me faltara nada. De esa noche recuerdo pasar muchas horas afuera, con gente llegando en la madrugada, sentándose a fumar conmigo y a platicar. Hablamos de lo mucho que amo ver las películas de Tom Cruise los domingos de depresión, de lo triste que me ponía que la historia de El último samurái no fuera un caso verídico, y de cómo Daniel Nudelman alguna vez leyó, en alguna biografía perdida, que el guion de esa película estaba basado en una historia de la vida real, que obviamente la historia había sido narrada por un exmilitar estadounidense que tuvo la fortuna de esconderse detrás de la línea de cerezos en flor y ver, en primer plano, cómo un occidental vestido de samurái ayudaba a morir al líder de la rebelión en medio de un abrazo fraternal. Desafortunadamente no pude saber más sobre este militar, porque la señora Anita no paraba de pedirme firmas.

La última parte del hospital cierra con la llegada de la carroza funeraria. Después de que los Escandón y algunos Zendejas se despidieran de ti en aquel cuarto de la sala de urgencias se llevaron tu cuerpo a la “morgue” que más bien es un depósito de cuerpos en el sótano del hospital. Cuando la funeraria llega a recoger el cuerpo, tienes que ir a verificar que efectivamente se lleven a tu muerto y no a alguno más. Para llegar ahí necesitas una escolta, vas con tu agente funerario y un guardia de seguridad, este último, que a pesar de tener el peor empleo del mundo (literalmente escoltar a la gente para que vea a sus muertos en bolsas negras apilados en una suerte de bodega), resultó ser la persona más interesante de todo el personal hospitalario, no precisamente porque fuera una persona con tacto, pues en el no muy largo camino hacia la bodega me contó lo que veía durante esa caminata: gente destrozada, muchas veces en sillas de ruedas, muchas otras completamente sedadas, otras en llanto y gente como yo, que va en silencio, o gente como yo que va en silencio y termina desmayándose y algunos, más raros, que van mentando la madre y al llegar golpean a sus muertos. Le dije que por ahora no parecía que me fuera a desmayar. Y fue la primera persona del hospital que me dedicó una sonrisa. Cuando llegué, recibí una llamada de Marina, le conté lo que había pasado y me dio el pésame y debió de pensar que todo era terriblemente fúnebre porque le dije que estaba esperando para verte en una bodega de muertos. Todavía ahí se tardaron un rato moviendo cuerpos y al final te sacaron, te colocaron en una camilla, abrieron la bolsa e identifiqué tu cuerpo. Lucías igual que en el cuarto de urgencias, tapones en la nariz, la piel como una suela, pero ahora era una suela fría. Así te fuiste a la funeraria.

Subí al hospital, me esperaban mis amigas y Daniel, ya eran prácticamente las cinco de la mañana. Me despedí de Daniel y no sé por qué razón les recordó a mis amigas que yo era como una cucaracha, de esas que siempre sobreviven las hecatombes.

IV


Dalia, Marel y Mariana me acompañaron a tu casa a buscar qué ropa ponerte para el funeral o velorio o como se llame. Te quise vestir de negro, porque pensaba que era un color que te gustaba, pero me dijeron que era demasiado fúnebre. Creo que te pusimos un traje sastre gris, una blusa beige y Dalia te escogió una pulsera con flores de porcelana pintadas, junto con unos aretes. También te escogimos unos tacones que no habías usado en por lo menos unos diez años.

Saliendo de tu casa fuimos a la funeraria, todo era un frenesí, yo solo quería dormir. Le dejé tu ropa al agente funerario. Tus hermanas me habían jurado llegar a velarte a las 6:00 am, las esperamos en la sala hasta las 8:45 am, momento en el que me enfurecí y le dije al agente funerario que ya me iba, que en cuanto llegara cualquier señora llorosa a verte, sirvieran las mesas de café y galletas y que no se me molestara en lo absoluto hasta pasadas las 2:00 pm de ese mismo día.

Fuimos a dormir a mi casa, creo que realmente sólo yo dormí y lo hice como nunca lo había hecho. Dalia y Marel fueron a cambiarse a sus casas para ir al velorio más tarde. Mariana se quedó conmigo y desayunamos, creo que más bien pedimos un sushi y llegamos a las 2:00 o 3:00 de la tarde a verte de nuevo. Todos estaban ofendidos porque no tenían a quién ofrecerle pésames. Y porque tu única hija parecía negarse a permanecer en la horrible sala de la casa funeraria. Tenía unos adornos de tan mal gusto que dolía verlos. Nunca olvidaré los cirios de llamas falsas que enmarcaban tu féretro. Y es que yo no entiendo por qué hay que estar encerrados en un cuarto lleno de sillones de piel falsa, vestidos de negro, y poniendo tal cara de sufrimiento que más bien uno parece pendejo. Los que no conocen al muerto son los peores, se atreven a llegar con una cara de solemnidad tan enajenada que uno no puede sentir más que ganas de reírse de ellos. Si por mi fuera, te hubiera velado en tu casa y hasta habría ofrecido a todos caballitos gigantes de tequila Cazadores, nada más por la perra nostalgia, como diría Emilio.

Me obligaron a estar dentro un rato, abrazando a un sinfín de tíos y primos que habré visto 3 o 4 veces en toda mi vida. Ah qué caray, cómo es la vida. Pobres niños. Nosotros, tus hijos. Y tú ahí muerta en una caja. Siendo sincera, te hicieron un terrible arreglo, parecías un sapito, los ojos y la boca saltones. Maquillada como secretaria de gobierno. Pero ya no eras tú. Era solo tu cuerpo. Así que no era grave y podía pasarse por alto. Lo curioso es que el resto de la concurrencia afirmó que te veías bellísima, como cuando ves a un recién nacido-horrible, rojo e hinchado- y le dices a su mamá que está divino, mientras secretamente deseas que ninguno de tus hijos se vea así al nacer. Aun así, creo que en muchos decir ese tipo de cosas es algo genuino y eso me gusta a secas, porque es una capacidad de la que carezco.

El resto de tu velorio me dediqué a fumar afuera, fue muchísima gente, sobre todo muchísimos de nuestros amigos. Así que después de todo, al final estaba en familia. Las mamás de Marel y de Bere se dedicaron a protegerme de tus hermanas y sus esposos, porque lo único que recuerdo con claridad de ese funeral era la prisa que tenían por ver llegar a mi hermano y despedirse después de darle el pésame. A qué hora llega Raulito. Pero sí viene, ¿verdad? Por qué tarda tanto. Qué cosa. Ay, esta ciudad, Por qué está tan lejos. Qué no ven cómo son las cosas. Los que no veían nada eran ellos. Les había puesto tu cuerpo ahí, para que lloraran y se lamentaran como estaba establecido. En su lugar todo eran reclamos, que si el café estaba malo, que si la misa era muy tarde, que si no estaba mi hermano… Al final me dieron ganas de poner la misa al medio día solo para joderlos. Me preguntaba si a esta gente no le gustaba dormir, tomarse su tiempo y desayunar para luego cremarte y dar por terminado todo, con calma. Al final el muerto, muerto está. Los que quedamos somos otros y hay que tratarse con respeto. Al menos eso pienso. Pero no, en todos había una prisa, como para dar por terminado el asunto, como si hubiera que aguantar de pie dos días en vivo, o levantarse exhaustos de sus asientos de piel, comiendo croissants de mala calidad en la cafetería de la funeraria, deshidratados de llanto y con las narices enrojecidas por los pañuelos, todo para sentirse y verse como un héroe o un mártir fúnebre. Al final la muerte está llena de concesiones.

Raúl llegó al funeral para convertirse en la estrella de los pésames faltantes. Lo hizo perfecto, como pensé que lo haría. Creo que él también ya llevaba varios años despidiéndose de ti. Y me sentí tranquila de verlo así y no desarmado. Debo admitir que hubo una escena de la que me avergüenzo un poco. Cuando llegó Raúl a verte, me metí a la sala, porque quería ver qué pasaba con él. Mi papá lo acompañó al féretro, lo abrieron, creo y Raúl y él tocaron el cristal, porque no se podía tocar tu cuerpo. Recuerdo que mi papá lo abrazó por los hombros y le dijo “llora, hijo, llora” y yo me reí. Y estuvo francamente mal. Mi papá me dijo algo, hastiado y verdaderamente furioso, tal vez sólo dijo “Ay, Anaid”. Decepcionado. Y no creo que mi risa tuviera que ver con que te llorara tu hijo, más bien, con que todo el escenario era ridículo, las casi treinta horas que habían pasado desde tu muerte eran surrealistas. Me sentía en un foro de telenovela de Televisa, donde las lágrimas y las risas están preestablecidas.

V

Raúl se quiso quedar toda la noche contigo y con él se quedaron sus amigos. No sé quién más. Sentí que mi labor estaba terminada por ese día. No con poco alivio. Me fui a la casa con Olin y Emiliano. Y estuvo bien, porque las pijamadas siempre son reconfortantes. Había decidido no ir a tu misa, e hice bien, para empezar porque no conozco un solo padre que no me parezca subnormal y porque en específico, este padre los obligó a participar diciendo algunas palabras y la hija de la difunta no se iba a salvar. Además, esta hija tuya siempre dice cosas incómodas, o difíciles de escuchar si uno es, por decirlo así, de mente tradicional. Yo hubiera dicho que me alegraba de tu muerte, que yo te auguraba una mucho peor, llena de dolor físico y mental. Yo hubiera dicho que hace muchísimo tiempo, cuando mi papá trabajaba en Imprenta Madero e imprimía Luna Córnea, revista que no me dejaban ver porque tenía fotos con desnudos o cosas que un niño no puede ver, vi, alguna vez, una foto de un condenado a muerte, era el close-up de un negro, con una mirada llena de desesperación y dolor que solo volví a ver en ti. Y que de alguna manera me hace pensar que eso que llevabas a cuestas ya no era vida. O no era una vida digna. Algo, o tu misma (que es lo que duele pensar) te comió varios años atrás. Así que, si me preguntaban a mí, tu muerte había sido la mejor que podías pedir o lo mejor que te había pasado en mucho tiempo.

La cremación duró menos de lo que pensaba y tus cenizas pesaban más de lo que me imaginaba. Abrí la urna y estabas dentro de una bolsa de plástico. Pensé en lo poco elegante que era eso. Meses antes me habían dado las cenizas de Chicha, tu enemiga y mi adorada gata milenaria, quien también tuvo una pequeña urna, y quien también venía envuelta en plástico, lo cual me había hecho pensar que el plástico sólo se usaba para los amados gatos finados, pero después confirmaría (doblemente) que también es para los humanos. No sé si ese mismo día repartí tus cenizas en dos partes. Le di la mitad a tus hermanas para que estuvieras junto a tu madre, la otra mitad la tengo yo. La verdad es que te tuve en la cajuela de mi coche como tres o cuatro días, en lo que compraba unas macetas bonitas y unas plantas para sembrarte. Se me pasaron los días y te metí en el clóset. Hasta que soñé que me visitabas en forma de fantasma japonés, de esos que trepan encima de tu cuerpo mientras duermes. Al día siguiente le pedí a Amalia que me acompañara a comprar las macetas y las plantas porque era obvio que me pedías una sepultura digna. Ana Paula me ayudó a sembrarte, no porque tus cenizas me provocaran algo indeseable, sino porque pensaba que la tierra podría tener insectos y eso sí que no lo podría sobrellevar. Al final no encontramos ninguno y fue algo más bien bonito. Aquí sigues, en mi estudio. Varias plantas han muerto, supongo porque resultas demasiado alcalina para la vida vegetal, pero desde hace casi un año he logrado mantener vivas a dos suculentas y a una orquídea, creo que ya se acostumbraron a ti.


VI


Hace no mucho soñé que mi hermano me hablaba para decirme que siempre no te habías muerto. Que estabas viva. Era un sueño muy angustiante, principalmente porque ya llevaba yo mucho tiempo pensando que estabas muerta y haciendo mi vida a partir de eso. No me daba alegría que vivieras, como que estabas fuera de lugar y ya no sabía dónde acomodarte. Todo eso pensaba mientras iba camino a verte al lugar en donde habías aparecido viva. Cuando te encontraba te veías bien, te veías como esos dos meses que dejaste de tomar poco antes de morir, esos son los dos meses en los que me gusta recordarte. Son los dos meses en los que te reencontré como madre, y estuvieron bien. Cuando te vi me dijiste que sí estabas muerta, que no tenía de qué preocuparme, sólo venías de visita y yo te decía que la muerte te sentaba bien. Y amanecí sintiéndome absolutamente tranquila.

 

La fotografía de portada pertenece a Café Lehmitz de Anders Petersen .

196 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page