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  • Foto del escritorJoaquín Martínez Terrón

Carta a papá

Actualizado: 2 may 2019

Sé que tu padre siempre tomó, hasta los noventa y cinco, cuando murió. Sé que era común que a tu hermano mayor se lo llevara la policía tambaleándose, y que mi abuelo, a veces, y entre miradas condenatorias, lo recogía del suelo en los billares. Mi tío también tomó siempre, hasta los cincuenta y nueve, cuando murió.

He visto cómo tu madre te pone la botella en la mesa en cuanto llegas a su casa, y cómo se extraña las veces que le has dicho que no. Quieres una cuba hijo. No gracias. Por qué, qué te pasa. A ver, Toño, ven, tu hermano no quiere tomar. Y Antonio, obediente: no seas puto, échate una cuba, o qué, te pega tu vieja.

Y tomar, una tras otra, y entonces sí, ser la pieza que completa la estructura, apretar el tornillo que da fuerza al mecanismo y echar a andar el engranaje. Te tambaleas, y encuentras en los hombros de mamá el asidero que te permite no llegar al suelo, de pronto, todo es como debería ser.


*****


Busco botellas detrás de las cortinas de la sala, en la cajuela de tu coche, en los lugares más recónditos de la casa. No encuentro nada. Hace mucho que mis minúsculas redadas no arrojan ningún resultado, pero no abandono mi vocación de policía. La conservo como un reflejo, no sé muy bien para qué. De hecho, si alguna vez encontrara algo, estoy seguro que no habría ninguna consecuencia, ninguna recriminación. Si encontrara algo sólo serviría como confirmación, para verificar que mi desconfianza está justificada, para saber que no se han movido las piezas del mundo y que no debo cambiar la actitud que tengo hacia él.

¿De qué serviría mi automatismo detectivesco en un mundo donde no tuviera nada que vigilar? Como una herramienta innecesaria que se oxida en la caja, mis artefactos de vigilancia se pudrirían y tal vez yo con ellos. Por eso mejor mantenerlos aceitados, todo el tiempo listos para usarse, si no es contigo, entonces en otro lugar, otras personas a quienes vigilar, otros signos que leer, otras tramas que trazar, pero siempre vigilar para que la catástrofe no llegue sin ser prevista y no terminar como un idiota ingenuo cuando nos explote la bomba en la cara.


*****


Tengo diez años, puede ser como la una de la mañana y estamos en el coche esperando el cruce. Tú manejas, obvio. Cuando se pone la luz verde el auto no avanza. Cláxones, coches que rebasan por ambos lados, conductores mentando madres. Pá... Pá... ¡Papá! Te despiertas sobresaltado. Ya está el verde... Ah... El coche avanza. Al siguiente semáforo, lo mismo.

De niño no pensaba mucho en eso. Tampoco sentía miedo o enojo, creo. Tal vez ahí comenzó a formarse mi actitud de gendarme que tan precisamente me define. Intentar poner orden donde no lo hay, ser el que alerta y amonesta. No estoy diciendo que todo sea tu culpa, no es culpa de nadie. No estoy intentando esbozar la silueta de un monstruo, todo lo contrario. No soy víctima de nadie. Esto no es un reclamo, o no sólo es eso. Tal vez esto es un intento por desarmar al enojo enquistado, que es ciego por antonomasia.


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Uso ropa tuya muy a menudo, sobre todo suéteres o chamarras. Pero me quedan mal, porque tú eres muy grande. Eres enorme. El psicoanalista encontró en esta frase, “mi papá es enorme”, una admiración velada que, según él, no me permito aceptar. Yo le dije que no se trataba de eso, que más bien la usaba porque ahora está de moda usar ropa que quede grande, el “oversize” como le dicen, sí, hasta hay un término. También dijo que no era casualidad que usara chamarras y suéteres tuyos y no otra prenda. Esas son las prendas que abrigan, el abrigo significa protección, cercanía, un lugar seguro, dijo. Sí, sí ajá y “ohana” significa familia.

El psicoanalista, con lo incisivamente molesto que es, también hubiera apuntado algo aquí. Te das cuenta de que cada vez que hablas del cariño que le tienes a tu padre rematas ironizándolo. También resulta interesante que tu chiste remita a la familia, no crees. Algo así diría.


*****


Sé que tienes miedo de tener miedo, ese sentimiento que no cabe en el repertorio basiquísimo de las emociones que te dejas sentir. Imagino que ahora que pierdes tus energías se abre un abismo frente a ti, porque de qué sirve un hombre si no es para trabajar, para imponer, para coger.

Pienso que ahora no sabes qué hacer contigo, con esa cabeza y ese cuerpo que ya no responden. Lo único que está a la mano es echarse para adentro, qué vergüenza ponerse afuera y mostrarse indefenso. No. Todo lo que va al exterior tiene que tener esa mueca de lo viril, ser recio, enérgico y violento. Mejor inventar que tu esposa te engaña a admitir que la sientes lejos y que quisieras que te quisiera; mejor adoptar un mutismo altanero a reconocer un error y pedir disculpas; mejor evadirse de cualquier forma porque lo que viene de dentro aterra.


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Esto no es un reclamo, o no sólo es eso. Alguna vez leí que contar lo que el otro no puede ver es un acto de amor. Tal vez esto es eso, un intento de dar el amor que no sabemos darnos.

 

La fotografía de portada es de André Kertész ( 1894-1985 ).

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